Hola, ¿cómo están?
Una nueva entrega de Curva de aprendizaje esta semana. Para quienes llegaron hace poco: este espacio es un diario quincenal de cosas aprendidas, de lecturas y de anotaciones personales sobre el mundo e, inevitablemente, sobre mí mismo. Gracias por sumarse.
Al empezar este newsletter no sabía bien qué forma iba a tomar. Todavía no lo sé del todo. Algunas veces escribo entregas más cercanas al diario o la autobiografía (como esta sobre cómo combatir la idiotez personal), otras veces me salen más directamente ensayos (como este, sobre los sueños en la literatura) y también alguna opinión política más fuerte (como esta, sobre la historia del odio a los judíos).
Hoy hay un poco de las tres cosas: bastante ensayo, algo de autobiografía y un poco más de opinión política. En ocasión de la reciente muerte de un grande de la literatura, Mario Vargas Llosa, casi a los noventa años, escribí sobre mi relación con él —que verán no es de absoluta veneración, pero sí de aprendizaje. Al final, alguien a quien Vargas Llosa me llevó, Jean-François Revel, se roba el show.
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Mi pequeño aporte a los homenajes al recientemente fallecido Mario Vargas Llosa (1936-2025) tiene que empezar diciendo que —como destaca el especial que le dedicó Seúl— yo sí estaba de acuerdo con sus ideas políticas. Nunca dije la frase, que muchos latinos usaban, de que era buen escritor, a pesar de sus ideas. Temprano leí dos libros suyos que me pidieron en el colegio secundario (La ciudad y los perros y Pantaleón y las visitadoras) y que fueron importantes para mi apasionamiento con la literatura. Luego perdí algo de interés en su ficción (aún me falta probar seriamente con Conversación en La Catedral). Al momento de su muerte le reconozco valor a una obra importante, me alegra que haya ganado el Nobel y me da una buena sensación que un liberal latinoamericano pueda ser reconocido internacionalmente en el mundo de las artes.
Sin embargo, como expresa Quintín en su precisa y breve nota del especial de Seúl, había algo farandulero y frívolo en los últimos años de Vargas Llosa. Por momentos parecía más un personaje público que un escritor, y por lo tanto alguien de quien son más importantes sus pronunciamientos y modales que los propios libros. Incluso, quizás, para él mismo, sugiere Quintín. Por mi parte, al leer algunas de las últimas novelas sí sentí cierto automatismo en la creación de los personajes —que son mi parte favorita de la ficción—: los encontré unidimensionales, atrapados por ideas demasiado simples, sin matices, y guiados casi exclusivamente por ellas. Un tipo de personaje más propio de breves viñetas cómicas que de historias de largo aliento. Pero a pesar de esa superficialidad, leí algunas de ellas con placer, porque su pericia narrativa y su gran manejo del español son innegables.
Un libro que me gustó mucho entre los últimos es La llamada de la tribu (2018). En él, Vargas Llosa hace una suerte de continuación de su biografía intelectual —empezada en el sí excelente El pez en el agua— contada a través de las historias de otros: los siete autores liberales que marcaron su pensamiento y acompañaron su transformación ideológica hacia el liberalismo político y económico. Son capítulos donde trata individualmente las vidas e ideas de Adam Smith, Friedrich von Hayek, Isaiah Berlin y Jean-François Revel, entre otros. Los ensayos son claros, eruditos y muy informativos. Releer lo que dice sobre Revel (1924-2006) me hizo pensar en lo que Vargas Llosa, como ensayista y polemista político, hizo por mí.
El peruano cuenta que el francés, a través de sus escritos, se dedicó —desde mediados de los años cincuenta hasta los noventa— a remover clichés, rutinas mentales, teorías y metateorías que impedían a los intelectuales de su época entender los problemas sociales reales y proponer soluciones verdaderamente posibles. Y agrega:
Para llevar a cabo esta tarea de demolición, Revel, como Orwell en los años treinta, optó por una actitud relativamente sencilla, pero que pocos pensadores de nuestros días han practicado: el regreso a los hechos, la subordinación de lo pensado a lo vivido. Decidir en función de la experiencia concreta la validez de las teorías políticas resulta hoy revolucionario, pues la costumbre que ha cundido y que, sin duda, ha sido la rémora mayor de la izquierda de nuestros días es la opuesta: determinar a partir de la teoría la naturaleza de los hechos, lo que conduce generalmente a deformar éstos para que coincidan con aquella. [...]
A Revel los hechos le interesaban más que las teorías y nunca tuvo el menor empacho en refutarlas si encontraba que no eran confirmadas por los hechos. Tiene que ser muy profunda la enajenación política en que vivimos para que alguien que se limitaba a introducir el sentido común en la reflexión sobre la vida social —pues no es otra cosa obstinarse en someter las ideas a la prueba de fuego de la experiencia concreta— pareciera un dinamitero intelectual.
Esta formulación la leí cuando ya estaba haciendo mi máster en Ciencia Política en la Universidad de Nueva York, pero podría explicar perfectamente la razón por la que me alejé del estudio de la filosofía en el ámbito académico en el que estaba antes: la imposibilidad de hablar de las cosas de manera concreta, sobre todo en lo referido a la política. No estoy seguro si los ensayos políticos de Vargas Llosa influyeron en mi partida en ese momento, pero hoy veo una conexión.
Ir a los hechos, hablar de lo concreto y dejar las ideologías llevó a Revel y a Vargas Llosa a criticar los regímenes autoritarios, y a mí a valorar la democracia liberal como tradicionalmente podía entenderse: el tipo de gobierno que tenemos, mejor o peor, pero que intenta construir una arena política de disputa civilizada, que respeta los derechos individuales y busca el progreso material de manera razonable y coherente con la realidad. En los años en que me alejé del estudio de la filosofía académica, ya empezaba a primar, más que el marxismo, el populismo de izquierda, e interesarse en algo como la democracia —la forma de gobierno que supuestamente adorábamos— era, increíblemente, ser algo así como “un dinamitero intelectual.
Mientras vivía en Nueva York, un día, en la maravillosa Strand Books, en la esquina de Broadway y la East 12th Street, encontré un libro de Revel traducido al inglés que Vargas Llosa recomienda en La llamada de la tribu. Era How Democracies Perish (Comment les démocraties finissent, en el original), que tuvo una traducción al español publicada por Planeta, al parecer. Singularmente, lo compré en 2018, el mismo año en que se publicó How Democracies Die, de Levitsky y Ziblatt, un libro de urgencia frente al ascenso de Trump.
El de Revel, que empecé a leer recién estos días, es un libro de 1983, también de emergencia, pero no sobre la erosión democrática desde adentro, sino sobre la pelea desigual de la democracia contra el totalitarismo de la Unión Soviética. Evidentemente, fue escrito al calor de un hecho particular que yo desconocía. En 1981, el gobierno militar de Polonia impuso un estado de sitio, declaró la ley marcial, suspendió las actividades del sindicato independiente Solidaridad —liderado por Lech Walesa— y encarceló a opositores. Todo bajo la presión de la Unión Soviética que, según él, frente a la torpe y pasiva resistencia de los países occidentales, desbandó el proceso de democratización de Polonia con mucha facilidad y reinstaló el totalitarismo en el país. Polonia se democratizaría recién en 1989, con la caída del bloque comunista, y Walesa sería su primer presidente.
El libro es apasionado y fogoso. A Revel lo desvela y lo llena de furia una cosa: que los occidentales no se den cuenta de que la Unión Soviética quiere combatir, y destruir, la democracia y los valores liberales. Mientras lo lee uno casi puede ver al autor golpeándose la cabeza cuando cuenta las ocasiones en que los demócratas tratan de contentar al adversario y apaciguarlo, en lugar de disputarle con fuerza. Es un halcón de la diplomacia y la pelea política y económica, pero no propone hacer guerras absurdas. Promueve la dureza con un régimen que ve como imperialista, expansionista y despótico. Alaba a los Estados Unidos cuando tiene que hacerlo, pero nota que muchos de sus diplomáticos se han ablandado en el juego internacional y es muy crítico con los líderes europeos, que responsabilizan más a los norteamericanos por las tensiones internacionales —por no ser más “buenitos” con los soviéticos— que a los soviéticos, que invaden Afganistán e intervienen en Polonia.
Hay algunas cosas que me gustan del libro y que creo que siguen siendo interesantes para el mundo actual. Primero, Revel tiene claro que las democracias son algo nuevo y frágil en la historia de la humanidad, y que es irresponsable tratar a sus adversarios —a veces, verdaderos enemigos— como si fueran rivales leales que comparten nuestros valores. En ese momento era claramente la Unión Soviética; ahora el tema es más debatido, pero Rusia cuenta sin duda como un contrincante, el eje antioccidental liderado por Irán también, y China parece que, a su modo, va a disputar nuestra forma de gobernarnos.
Lo que nota Revel es que la propia naturaleza de la democracia nos hace débiles. Ellos pueden criticarnos, infiltrarse en nuestras instituciones y hacernos daño porque somos abiertos. Pero ellos se permiten cerrar toda forma de crítica, criminalizar a los opositores e impedir cualquier canal de información real. Entonces, cuando los propios occidentales repetimos que nuestras democracias son injustas e imperfectas, dice, conviene pensar bien qué estamos diciendo, si estamos ayudando a mejorarlas o repitiendo consignas de sus enemigos. “La democracia —agrega— no recibe crédito por sus logros y beneficios, pero paga un precio infinitamente más alto por sus fracasos, sus carencias y sus errores que sus adversarios”.
Lo segundo que me parece rescatable del libro es la conciencia de que no solo las democracias pueden perecer, sino que los gobiernos autoritarios son capaces sobrevivir. Aunque podrá decirse hoy que su fervor, en 1983, por combatir a la supuestamente potentísima Unión Soviética era exagerado —y su pesimismo, inexacto—, porque esta se derrumbó en 1989, el régimen que surgió veinte años después, la Rusia de Vladimir Putin, es un enemigo quizás menos formidable, pero que no sólo pretende recuperar las glorias imperiales soviéticas sino que también parece dispuesto a aprender de los errores de sus antecesores. Revel destaca que la fuerza del autoritarismo es que no tiene que responder a su pueblo. Entonces, cuando los demócratas pensamos que Maduro o Putin caerán porque la gente está cansada, pensamos como occidentales sesgados: ellos simplemente ajustan más el cuello al pueblo mientras siguen atacando afuera.
Algún día caerán, dice, pero no como caen los gobiernos democráticos: no en elecciones ni en juicios políticos, sino en finales sangrientos, escandalosos y expansivos, que pueden manchar a las democracias vecinas y llevarse algunas consigo.
Revel no era un conservador ni un derechista. Como Vargas Llosa (¿y como yo?), fue simpatizante del socialismo en un principio, luego se desencantó del comunismo soviético (y del cubano) y finalmente se convirtió en un liberal. El último punto interesante de How Democracies Perish es que la acusación de condescendencia con los adversarios e hipercrítica hacia los propios no la dirige solo a la izquierda: también la ve en la derecha. De hecho, su oposición a la Unión Soviética no es tanto por ser de “izquierda”, sino por ser totalitaria, es decir, una aniquilación de cualquier forma de gobierno liberal.
No sé si Revel hubiera imaginado nuestro mundo actual donde son los europeos progresistas los que piden dureza con los adversarios, y es el presidente republicano de Estados Unidos quien apacigua a los tiranos. ¿Pero quién pudiera haber imaginado a Trump?
Ahora bien, lo que sí vio —y, singularmente, Trump también— es que la política torpemente pacifista de Europa durante tanto tiempo era un error grave y que costaría caro. Su advertencia de que las democracias siempre deben estar preparadas para sus enemigos externos, ahí sí, fue premonitoria.
Creo que nunca fui un dinamitero intelectual, de verdad. Pero algunas cosas que pienso siguen siendo, para algunos, “polémicas”.
Si algo de esto les hizo pensar —para acordar o no—, o les recordó un libro, me encantaría saberlo.
Y si quieren reenviar este post para decir cuánto les gustó (o disgustó), me ayudan haciéndolo.
El liberalismo nació como una filosofía política destinada a combatir las autocracias, particularmente las monarquías de derecho divino que imperaban en Europa. Hija directa de este pensamiento es la democracia liberal. En lo económico, los primeros liberales se preocuparon por la defensa de la propiedad privada, el libre intercambio de bienes y la competencia como medios legítimos de generar prosperidad en los pueblos. Su énfasis en la explicación del proceso de generación de riquezas tiene como contrapartida un déficit en materia de un justo esquema de redistribución social de la misma. Sus herederos contemporáneos se han cambiado el nombre, se llaman “libertarios” y agreden en sus formas todos los mecanismos institucionales de la democracia liberal, al mismo tiempo que preconizan, no un estado reducido y eficiente, sino la directa aniquilación del Estado. Su fomento irracional del egoísmo individualista en estado puro, promueve la destrucción de los valores comunitarios y la convivencia pacífica. Son los hoy llamados “populismos de derecha”. Bien decían los antiguos liberales que su doctrina tenía como fundamento esencial el irrestricto respeto por el otro y “darían su vida para que el Otro tenga la libertad de expresarse, aún en contra de sus ideas”. ( indebidamente se adjudica la cita a Voltaire, pero vale ). Me temo que mi admirado Vargas Llosa ( por sus dotes literarias ) empezó su mutación como un liberal y los años le fueron llevando ( un poco quizás debido a esa frivolidad que denuncias en su ancianidad ) a posiciones más “libertarias”, o quizás más alejada de la democracia liberal, por cierto hoy herida de muerte con el apogeo de una combinación de intereses apuntalados por la tecnología y las finanzas. Muy interesante tu artículo, me deja el sabor de una tertulia inacabada donde el ir y venir de argumentos irradia la apertura de las mentes a la reconsideración permanente de sus propios pensamientos. Abrazo grande!
Tremenda nota, Manuel.