Hola, ¿cómo están?:
Espero que bien. Acá estoy de vuelta con mi entrega quincenal de los sábados. Hoy toco un tema que acaso sea una de mis obsesiones: cómo ser menos torpe (o tonto o idiota). Espero que les guste esta breve crónica cortada por reflexiones.
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El fin de semana pasado pensé que estaba a un paso de poner fin a mi tesis doctoral. Entre el jueves y el viernes había redactado y corregido unas conclusiones generales, y el sábado por la mañana había avanzado a paso bastante firme en la introducción. Esta última, en particular, me venía saliendo en un tono muy seguro y convincente, uno que —pensaba con orgullo— reflejaba el manejo firme del tema que viene bien mostrar, desde el comienzo, cuando un jurado debe juzgar si merecés el máximo título académico.
En los últimos seis meses estuve dedicándome exclusivamente a escribir la tesis. Digo “exclusivamente” porque, de verdad, salvo una semana en que escribí un ensayo para Seúl, no me senté en la computadora para otra cosa que esto. Dado que gané una beca doctoral hace más o menos cinco años, esto —trabajar en lograr este título— es mi ocupación principal y lo será hasta que las autoridades de la UBA firmen finalmente el papel. Pero, por supuesto, como toda persona que se dedica a la vida académica e intelectual en la Argentina, hago otras cosas para darle sentido y sustento a mi existencia.
Antes de tener aquella racha de escritura fecunda, el miércoles había mandado el cuerpo del texto a mi director. El sábado por la tarde, él —que es un académico de renombre internacional— me sorprendió comunicándome que había leído todo y le parecía que estaba muy bien. Sin embargo, agregaba luego, consideraba que un capítulo más (sobre un tema que habíamos charlado) iba a sumar mucho y nos iba a incrementar las chances en el tramo final.
Podíamos mandar así, aclaraba, pero esto sería mejor.
“La puta madre”, pensé mientras leía. Un capítulo nuevo a esta altura podía tomarme un mes más para quedar pulido y terminado. “No tengo ese tiempo, ¿verdad? Ya hay que terminar”.
Y cuando me veía dispuesto a arriesgarme e ir con mi instinto, leí, hacia el final del largo mensaje de WhatsApp, algo que parecía escrito desde dentro de mi cabeza: “Que no te gane el apuro”.
No me rendí instantáneamente, pero ya para el domingo había empezado a aceptar que no me iba a liberar de la tesis en marzo y que, en mi cabeza y en mi agenda, me tenía que reorganizar. Se me venía encima otra tarea, además: retomar el libro, la novela (que no estoy seguro si es eso exactamente, pero es más fácil llamarle así). Ese martes empezaba una clínica virtual con una escritora de Buenos Aires para hacer avanzar este proyecto también.
En otras entregas hablaré de las cosas buenas que descubrí en la dinámica de taller y de colaboración con pares y maestros de escritura. Por ahora, sólo un anticipo: hay muchas, y vale la pena probarlas.
En su lugar, quiero contarles cómo se hace para pasar una semana entera siendo un idiota. Lo hago porque creo que a varios nos pasa que, de vez en cuando, sentimos que nos hemos hecho más sabios (algo de esto dije en la primera entrega) y, de repente, nos encontramos habiendo dado pasos hacia atrás.
El domingo volví a la novela con la idea de que el martes, en el taller, mi proyecto iba a hacerme quedar bien. Arranqué con un capítulo viejo, que no me convencía en particular, pero que, pensé, era justamente el momento de revisar. Si el año pasado, después de escribirlo, había llegado a un tono consistente que me había dado casi ochenta páginas nuevas, bien podía, con esa experiencia, darle vuelta a estas quince ya.
Durante tres mañanas batallé para mejorarlas y, cuando las presenté el martes, pasó lo esperable: no convencieron. En realidad, mientras las leía en voz alta, yo mismo sentí que no funcionaban y me alivié cuando, en un punto aparte, me pidieron que cortara antes de llegar al final.
—¿Vos pensás que está acá el comienzo? —me preguntó la profe—. Veo que después están los personajes, pero acá no hay mucha fluidez y hay mucha explicación.
Muchas cosas sí le gustaban, me aclaró, y pensaba que me podía ayudar, pero íbamos a revisar si empezaba por ahí. Yo, para entonces, ya me sentía un idiota y quería salir del Zoom. Pero no lo hice. Seguí ahí y escuché a los demás leer.
Y el martes que viene voy a volver.
Pero la pregunta es: ¿por qué empecé por esa parte y no por otra más conveniente?
Creo que la respuesta es simple: estaba desconectado del proyecto hacía mucho, necesitaba más tiempo para tomarle el pulso y no calculé bien. Tampoco pasó nada grave en esa reunión; esas son las cosas que tienen que pasar: que te corrijan y te hagan progresas. Tan sólo leerlo a los demás me hizo sentir que eso no estaba listo.
¿Hubiera sido mejor impresionar? Por supuesto, pero para esto otro estoy acá.
Lo que sí es para tomar nota es esto: tres mañanas no son suficientes para volver a un proyecto que tendrá años de trabajo antes de ver su final. Esa es la respuesta a cómo ser un idiota: tener la evidencia de que, recién después de varios meses consecutivos de dedicación, te sentís seguro con un tema, pero aun así pensar que con un puñado de días vas a estar manejando otro con tranquilidad.
Y, singularmente, la idiotez me duró una tarde más. Al día siguiente me dije: ya que no podés resolver la novela de una sentada, vas a resolver el capítulo que falta hacer de la tesis. Dale: así empezás la semana que viene a dar clases con eso bajo control. Al fin y al cabo, esto de la escritura académica venía muy bien, ¿o no?
Escribí unas páginas introductorias con facilidad, pero sin tener claro cuál era el rumbo de todo el capítulo. Lo que es normal. Pero a la tarde una angustia me tomó el pecho: no tiene rumbo, pensé. Revisé los apuntes y los libros de los autores que debía comentar y el camino andaba por ahí, pero no iba a ser tan fácil. Lo que también es normal.
Pero la angustia siguió: no era tan fácil, al final.
Me levanté del escritorio y, antes de que Cecilia saliera, le dije que me avisara cuando terminara en el gimnasio. Quizás podíamos tomar una merienda en el bar de la vuelta antes de que ella tuviera que buscar a León del colegio.
Al rato me escribió. Bajé a la calle, doblé en la esquina y caminé hasta ahí. Ella ya estaba sentada cuando entré.
Después de comer una suculenta tostada con banana y manteca de maní, volví a casa y me senté a escribir esto.
Me dije, entonces: siempre se siente como si no hay rumbo, y eso vos lo sabías. Siempre es más difícil de lo que parece, y eso también lo sabías. Lo fue así durante seis meses y será así hasta el final. Quizás podés aprenderlo ahora y dejar de ser un idiota, o tal vez no se puede aprender nunca del todo y siempre, cada tanto, serás un idiota por un rato.
En cualquier caso, mejor levantate ese rato, tomá un café, escribí otra cosa también. Sí podés. Sí hay tiempo. Que no te lleve el apuro.
Nos vemos en dos semanas.