¿Qué es un buen libro progresista?
Para que no crean que sólo deseo el mal, hoy quiero contarles sobre “La cabaña del tío Tom” (1852) y “Los años de espera” (1957).
Hola, ¿cómo están?
Vuelvo con la nota quincenal de Curva de aprendizaje. Hoy, una reseña de dos libros excelentes que recomiendo mucho, y ahora verán por qué. Uno, el más antiguo, lo conocía desde hace mucho tiempo y finalmente lo leí hace unos meses. El otro lo descubrí este año, y fue una gran sorpresa.
Espero que les guste.
¿Vale la pena escribir novelas que intenten avanzar ideales políticos? La respuesta corta es que sí. Pero, a su vez, no cualquier novela que tenga ese objetivo vale la pena ser escrita, en absoluto. Ni siquiera las progresistas, que son aquellas que, en general, han tendido a ser rescatadas por el hecho de aspirar a mejorar el mundo. Hoy voy a valorar dos novelas progresistas, pero por el hecho de ser buenas novelas.
Ser buenas novelas, paradójicamente, creo que ayuda a las causas políticas que ellas intentan avanzar, pero no de una manera esquemática o doctrinaria, sino por otras razones, que son más literarias que ideológicas: en particular, por su potencia sentimental y por su capacidad de mostrar el resquicio humano en la tragedia.
Vale la pena escribir (y leer) libros como La cabaña del tío Tom (1852), de Harriet Beecher Stowe, o como Los años de espera (1957), de Fumiko Enchi, dos obras políticas enérgicas y potentes que fueron publicadas con una diferencia de cien años entre sí por dos mujeres.
¿Quiénes son los buenos y quiénes los malos?
La cabaña del tío Tom tiene un extraño presente en las letras norteamericanas. Hace unos meses Naomi Kanakia, que escribe un excelente Substack sobre los clásicos, le dedicó una reseña larga y recomendable al libro. Kanakia cuenta ahí que probablemente La cabaña haya sido la novela más popular del siglo XIX en todo el mundo y Harriet Beecher Stowe una de las escritoras más influyentes, en cualquier género.
Esto significa bastante más de lo que uno piensa a primera vista: la suya era una época en la cual los escritores más populares eran muchas veces también muy buenos. Dickens, Hugo y Tolstoi, por ejemplo, eran leídos y venerados en todo el mundo, y a los tres aún los reverenciamos hoy. Stowe, con su novela sobre la esclavitud, vendió en unos pocos años 350.000 copias en Estados Unidos y un millón en el Reino Unido. Fue número uno en ventas en España, Italia, Alemania y América Latina. Sólo en Francia fue segunda de Los miserables.
Pero, de acuerdo con Naomi Kanakia, el libro hoy se lee poco y no es considerado un clásico, porque parece ser que, a diferencia de los ingleses, los franceses y los rusos, los norteamericanos no veneran tanto el éxito de sus escritores. Lo cual es algo extraño de decir, y quizás falso, porque, en realidad, los críticos sí se permiten decir que un clásico indiscutido del país, como Huckleberry Finn, fue algo como un hit con 50.000 copias vendidas.
Agregar que el éxito de esta novela fue que además logró políticamente lo que deseaba —que era concientizar sobre los males de la esclavitud y que, según muchos historiadores, su popularidad aceleró la disputa por su abolición— es sumarle más extrañeza a su falta de prestigio. Eso es, sin dudas, algo difícil para las novelas políticas y, de hecho, no se puede decir exactamente que Los años de espera y su planteo feminista, cien años después, lo hayan hecho. En cambio, sí es históricamente preciso afirmar que en la década de 1850 La cabaña del tío Tom fue clave en ayudar a que masivamente, en palabras de Richard Rorty, “los blancos norteamericanos consideren a los negros norteamericanos como seres humanos también”.
¿Por qué logró eso? Yo tengo una hipótesis que será la que desarrolle acá. Es una hipótesis de crítica literaria. Por lo tanto, no es completa. La influencia de la palabra escrita (incluso de la palabra hablada) en las acciones de la gente es algo difícil de determinar de por sí, y no es sólo trabajo del crítico, sino también del sociólogo, el politólogo, el historiador y acaso el psicólogo.
Pero lo intentaré de todos modos.
Creo que ambas cosas, su éxito temprano y su extraño decaimiento tardío, tienen que ver con que La cabaña del tío Tom es la más inesperada de las novelas que les tocará leer —y les recomiendo que la lean. No es la novela aleccionadora y moralista que uno imagina: una que muestra a los blancos como crueles opresores de los negros. Tampoco es la historia meramente sentimentaloide y lacrimógena que mucha crítica ha visto en ella.
Además, por un lado, no creo que haya una buena historia sentimental que sea meramente eso. Si una historia llega hondamente a los sentimientos, es porque hace mucho más. Y, por otro, La cabaña, como sus contemporáneas pero posteriores Middlemarch y Guerra y Paz (a la que muy probablemente influyó, porque Tolstoi leyó y admiró a Stowe), es un recorrido complejo sobre un orden social y sus efectos psicológicos profundos en las personas.
Un orden, de hecho, horrible, pero uno en el cual hay seres humanos viviendo, muchos tratando de hacer el bien y fracasando, muchos haciendo el mal porque no pueden hacer otra cosa, algunos —unos pocos de verdad— siendo verdaderamente malvados. Como dice Kanakia —y como definiría yo hoy a las novelas progresistas buenas— es una historia que denuncia un sistema que funciona para el mal, pero no se obsesiona con las pobres gentes que lo habitan. En realidad, aquello que justamente revela lo demoníaco del sistema es cómo imposibilita casi toda forma de bondad y condena a todos a ser una mala versión de sí mismos.
Esa complejidad ha hecho que sea mal leído por algún público progresista. Tom, el protagonista, que con el tiempo resultó el peor entendido de estos personajes, es un esclavo querido y respetado en un hogar donde fue criado y en el cual vive relativamente bien. Al comienzo de la novela, ya siendo viejo, debe ser vendido porque la familia Shelby ha caído en desgracia económica. Un comerciante de esclavos que compró la deuda del señor Shelby lo está apretando para que la honre. A diferencia de la entrañable Eliza, cuyo hijito debe ir en el trato que vende a Tom, el viejo negro acepta su destino y no escapa. Se sienta, da vueltas en la cabaña y llora unas lágrimas porque será separado de su mujer, pero parte con la comitiva.
La separación de las familias está en el centro del horror de la esclavitud. Es algo conocido y reflexionado en la historia del período hoy, pero llama la atención cuán central es para la propia Stowe en la época que escribió —un poco antes de la Guerra de Secesión, cuyo final desencadenará el final de este orden en todo el país. Eliza escapa con su niñito en medio de la noche a lo totalmente desconocido, porque, como mujer esclava, no conoce casi nada. Quiere llegar a Canadá, pero puede ser cazada en el camino por el comerciante y sus secuaces.
Esa noche se llevó consigo apenas lo puesto y abandonó la casa donde, con todo, estaba mejor que la mayoría de la gente de su condición. Todo eso sería una locura, pero querer que no la separen de su pequeño es el más humano de los actos.
Y como dice Rorty, Stowe entiende lo humano.
A mí, en particular, me estrujó el corazón cuando el viejo dueño de Tom, el señor Shelby, piensa en decirle a la tía Chloe que deje de juntar el dinero para comprar a su marido de vuelta —a ese hombre que se fue estoicamente, sin causar problemas a su amo, diciendo que Dios estaba marcando sus destinos y que por lo tanto eso no podía ser malo para nadie— porque en unos pocos años el tío Tom seguro tendrá una esposa ya en el otro hogar.
La señora Shelby le responde a su marido que ella les enseñó a sus sirvientes que el matrimonio era sagrado. El señor Shelby acepta, pero no termina de entender que el matrimonio que su esposa y él tienen sea el mismo que tienen los esclavos, que la moralidad y el amor que ellos profesan sean, esencialmente, los mismos. Pero Shelby tiene la suficiente benevolencia para respetar a su esposa y el suficiente cariño por la tía Chloe para no destrozarla.
“Tío Tom” se convirtió tristemente, por razones históricas que exceden a este texto, en algo así como un insulto para referirse a quienes son sumisos con los blancos. Pero el destino final del Tom personaje de esta novela es algo mucho más interesante que eso, y ciertamente más humano que cualquier versión de revolucionario o guerrillero racial que la militancia actual ensalza. Tom no es eso ni tampoco es siquiera un inteligente abolicionista como George, el marido de Eliza.
Lo más parecido que uno encuentra a Tom en la tradición occidental es, no casualmente, Jesucristo, un hombre que prefiere sufrir el peor de los males antes que cometerlo y, como Cristo, tiene su propia y cruenta “crucifixión” en la novela, cuando es apaleado con saña, bajo las órdenes de su último amo, por otros esclavos negros.
La cabaña del tío Tom es una novela tan política como cristiana, al final, algo que creo que es un acierto. Porque resulta muy creíble que en un mundo tan oscuro y destructivo sea sólo la fe lo que mantiene a la gente en pie.
¿Qué es un dilema progresista?
Elijo una secuencia en particular para mostrar por qué creo que Stowe está en una liga similar a George Eliot y Lev Tolstoi.
La primera casa a la que Tom es vendido es la de Augustine St. Clare, un hombre intelectualmente curioso y más cultivado que la media de los personajes de su mundo. Augustine, luego de desperdiciar un amor de juventud, un poco por orgullo y otro poco por mala suerte, debió contentarse con Marie, a quien consiente y soporta, pero apenas trata. Aún más que Shelby, él es un hombre que entiende los profundos dilemas que la esclavitud presenta para un hombre cristiano. Su esposa no soporta, por ejemplo, cuando él le explica que la negligencia e irresponsabilidad de los esclavos —a quienes vemos robar de la casa, escatimar esfuerzos y despreciarse entre sí— no es su naturaleza sino mucho más un reflejo de lo que los amos les enseñaron a hacer.
Aunque en algún momento coqueteó con el abolicionismo, Augustine se convirtió en un hombre levemente cínico, pero que mantiene su buen corazón y su sentido del humor, y cuya principal reserva moral es tener pocos esclavos, ser amable con ellos y, sobre todo, diferenciarse de su hermano mellizo Alfred, que dirige una enorme plantación con eficiencia inquebrantable y autoridad tiránica.
Pero, más que su hermano, el verdadero contrapunto de Augustine es su sofisticada prima Ophelia, que él busca y hace mudarse a su casa desde Vermont, un estado del norte donde la esclavitud ha sido abolida hace tiempo. Ophelia llega a Louisiana, en principio, para ayudar a Augustine a criar a Eva, dado que la madre, perpetuamente egocéntrica e hipocondríaca, no resulta confiable para la tarea. Frente al disuelto y poco exigente Augustine, Ophelia parece una firme institutriz.
El rol de Ophelia, sin embargo, será finalmente otro: criar a otra pequeña, no a Eva, sino a la silvestre e indomable Topsy. Eva, por su parte, será acompañada y santificada, en gran medida, por el amor fraternal de Tom. Los negros, en el mejor de los casos, son como hijos de los amos en el mundo esclavista.
Augustine nunca pierde la paciencia con los reclamos que Ophelia tiene para con él: la prima se queja, como Marie, de que el amo es muy poco estricto con los sirvientes, pero lo hace además desde una ideología progresista y norteña. Ophelia cree que puede dignificar la casa aplicando sistemas de trabajo eficientes y que saquen de todos lo mejor. Sin embargo, la servidumbre no le responde y la trata con escaso respeto, como a alguien que no entiende lo que pasa o que debe pagar derecho de piso.
Augustine no espera mucho de los esclavos: que hagan lo que hacen suficiente. Ophelia cruje de indignación con la falta de aspiraciones de su primo y de los propios esclavos: ¿por qué no quieren ser mejores?
Un día Augustine compra una pequeña esclava que fue criada en la peor de las condiciones, y que, según Stowe, es “de las más negras de su raza”, con pelo raído y una mirada extraña, entre pícara y amenazante. Es Topsy, que se presenta vestida con unos trapos viejos y completamente roñosa.
—¿Para qué la has traído? —le pregunta Ophelia a su primo. Para que la eduques, le dice él, no sin ironía, para que la eduques como a una mujer libre y fuerte, según tus ideas, y luego hagas lo que quieras. La chica podría ser libre en el futuro si Ophelia así lo deseara. Si querés cambiar el sistema, le sugiere su primo, podés empezar con una sola nenita.
El dilema de Ophelia es uno de los puntos más poderosos que una novela progresista puede alcanzar. Apenas la norteña tiene que bañar a la pequeña esclava se da cuenta de que prefería que una de las demás sirvientas lo hiciera, pero como nadie se acerca, ella emprende la tarea y sólo dispone de una ayudante que, con asco, le da una mano. “No es cortés escuchar los detalles del primer baño de una niña abandonada y maltratada”, cuenta Stowe. Y la esclava Jane agrega mientras lo hacen: “I hate these nigger young uns! so disgusting!”.
Ophelia no la corrige ni le dice nada. Porque está agradecida, en realidad.
La niña no sólo no sabe quién es su madre ni su edad, sino que no entiende nada de la vida en sociedad. No tiene respeto por nadie ni sentido de ninguna autoridad. Ophelia quiere reformarla con su disciplina estricta y sacar de ella una mujer hecha y derecha, pero fracasa en cada momento. La niña es maliciosa y traviesa, pero también resistente. Por momentos Ophelia parece a punto de darle una cachetada o abandonarla ella también, pero finalmente no lo hace.
El drama de Ophelia es que entiende, con nosotros, que esa niña, nacida en ese sistema, en realidad no puede ser libre, porque si fuera libre tendría una vida mucho peor de la que podría tener siendo esclava de ella. Esas son las profundidades a las que llega Harriet Beecher Stowe y que la ponen al lado de los gigantes.
Finalmente, el aprendizaje para Ophelia es uno que tiene que ver con los sentimientos y no con las ideas. Como esta novela nos muestra a nosotros —como todas las buenas novelas lo hacen, sean o no políticas— lo que el paso de otras personas por nuestra vida nos deja es lo mejor que podemos aprender. Pero para tomar eso debemos querer a esas personas un poco. Ophelia lo que tiene que lograr es, simplemente, querer a Topsy, y de ahí el mundo se abrirá para las dos. Quererla como Stowe logra que queramos a seres muy imperfectos, malditos, malvados y, algunos pocos, santos, pero acaso tristemente equivocados.
¿Qué es hacer el bien?
Nadie puede hacer el bien del todo en el mundo del sur de los Estados Unidos en los años anteriores a la Guerra de Secesión. O casi nadie, mejor dicho, porque justamente ese pequeño espacio es donde se mueve la novela progresista que merece ser leída: en el espacio en que los humanos intentan el bien en el sistema podrido. En ese espacio logran mostrar la necesidad del cambio y revelan, a su vez, la honda tragedia de su dificultad.
Fumiko Enchi, cien años después que Stowe, escribe una historia de mujeres sometidas en un Japón que es, hacia finales del siglo XIX, el de su abuela. Ciertamente un mundo no tan lejano en el tiempo al que retrata su colega norteamericana. Pero la japonesa lo escribe desde el siglo XX. Los años de espera es así una novela más minimalista y con menos momentos discursivos que La cabaña del tío Tom, pero es en esencia una reversión (consciente o no, no importa) de su antecesora.
Tuve la experiencia de leer esta novela para un grupo de lectura que coordino (la muy buena edición, con traducción nueva, de Chai Editora, es de 2025) y experimenté de cerca las dificultades que presentan estas historias en lectores diversos.
Quiero concentrarme en una lectora en particular que, en nuestra reunión, se concentró en resaltar únicamente que Enchi denuncia el patriarcado. Estoy de acuerdo en que la autora hace eso, por eso elijo este libro para hablar de novelas políticas. Pero para afirmar eso, esta lectora sentía que debía agregar algo que no era cierto y que, como las malas lecturas sobre el personaje de Tom, no solo arruinan la novela sino la misma causa progresista que profesa.
En Los años de espera el personaje central es Tomo (una letra más que el héroe esclavo), la esposa de un funcionario local, pero con alguna importancia, del levemente reformista gobierno de la era Meiji. La historia comienza con que Yukitomo, el marido, le pide que vaya a Tokio a buscarle una criada para que sea su amante. Ella, humillada y decepcionada, acepta esta extraña tarea porque siente el deber de conservar el matrimonio. En Tokio encuentra a la adolescente y bella Suga, cuya familia acepta enviarla a cumplir ese rol.
Es más, no sólo acepta. A pesar de que la madre expresa su preocupación a Tomo, en esa sociedad precapitalista y casi sin oportunidades, esa familia sabe, como todos parecen saber, que encariñarse con un funcionario es un destino mucho mejor que el que casi nadie más puede proveer.
El mundo de la novela es un Japón pobre y feudalizado aún. Muchas personas dependen de favores de gobernantes y las disputas políticas son violentas y hasta sanguinarias.
Tomo, que arde de celos en un comienzo, ya en el viaje de vuelta al interior del país se ha convencido de que debe proteger a Suga, que apenas es una niña.
Suga se convierte en amante de Yukitomo, pero el hombre luego consigue una segunda y deja a Suga de lado. Y, después, otra más, y deja a la segunda. Y todas las mujeres abandonadas van quedando en la casa como una gran familia de dependientes del patriarca.
A pesar de todo, Tomo se mantiene al lado de su marido. Ella es una mujer tradicional, que, si bien se pregunta seriamente si dejarlo, encuentra un rol en esta historia, y este es el punto en que pienso que mi lectura progresista supera largamente a la lectura “patriarcal”.
Tomo madura y, en ese sistema donde las mujeres viven tristemente, ella adquiere un poder que su marido, un hombre infantil y caprichoso, va dejando de lado. Tras bambalinas maneja los hilos de la vida de esas pobres mujeres. Hace que una de las chicas se case y tenga un futuro en otra casa. Cuando la misma solución no le funciona con Suga, siente verdadera pena, pero se desquita asistiendo el nacimiento de un bebé no deseado de una sirvienta. Mientras su marido, un patriarca viejo y ya escasamente atractivo, vive en su mundo de antiguas glorias, ella usa el rango que, al final, sigue teniendo de ser la señora de ese hombre y hace algo de bien.
Cuando sugerí que las mujeres se sentían seducidas por Yukitomo, nuestra lectora feminista quiso saltarme al cuello, pero eso no es menos cierto en la novela de Enchi. Las mujeres sí quieren ser amadas por él y sufren cuando él las suplanta. ¿Es mérito de Yukitomo? Pienso que mayormente no, que eso es sobre todo debido a su lugar en el sistema. Pero para nuestra lectora había algo peor que decir eso, y es esto lo falso que ella afirmaba sobre la novela. Ella no podía aceptar que Tomo fuera una mujer capaz de hacer cosas dignas en ese sistema opresivo. Si el sistema es patriarcal, parecía querer decir, son todas víctimas o cómplices (en este lugar caía más bien Tomo): nada bueno nunca puede pasar.
¿Qué es un buen libro progresista?
Eso es absurdo. No sólo no hay lugar para la ficción si leemos la vida de esa manera. Ni siquiera se puede entender la realidad. Estas novelas, en ese punto, en ese espacio que dejan para mostrar que, a pesar de que los sistemas opresivos pervierten, algo de bien dejan entrar, me llevaron a pensar en Viktor Frankl y Alexander Solzhenitsyn, dos hombres que sobrevivieron a campos de concentración y exterminio en el siglo XX, bajo el nazismo y el estalinismo, respectivamente.
Sus relatos, reales por cierto, no tendrían sentido si no mostraran que, incluso dentro de esos lugares, estos pobres hombres tienen la posibilidad de actitudes dignificantes (como Tom) o de intentar, cuando pueden, hacer el bien (como Tomo).
La literatura política, para ser política, tiene que ser buena literatura antes que nada. Y la buena literatura trata, en gran medida, del espacio en que los humanos actúan y ponen a prueba sus destinos. En lo que llamo literatura progresista, ese destino está determinado por sistemas opresivos que merecen ser investigados, entendidos y, de esta manera, “literaria”, denunciados.
No quiero caer con todo sobre mi querida compañera lectora, pero me parece que el punto ronda por acá. Si no entendemos los detalles de esos sistemas y de los humanos viviendo en ellos, si los vemos tan solo con el velo de la ideología, ni siquiera estamos viendo lo más importante que hay que ver de esos sistemas y lo que hay que cambiar de ellos.
Por ejemplo, con todo lo despreciable que es el patriarcado de la familia japonesa de finales del siglo XIX que Enchi retrata, ninguna de sus mujeres es violada ni abusada ni forzada sexualmente. Algo que sí les ocurre repetidas veces —sin necesidad de explicitud, tan sólo magistralmente sugerido por la autora— a mujeres esclavas (sobre todo birraciales) en el mundo de Stowe. En Los años de espera, un bebé se salva; en La cabaña del tío Tom, una madre, en uno de los momentos más cruentos pero justificados del relato, prefiere sacrificarlo ya nacido antes que mantenerlo en ese mundo.
Ambos sistemas son despreciables. No son iguales. Ambas autoras son progresistas, de verdad, y sus libros merecen estar en sus bibliotecas.
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